Hay noches que sueño con Raquel. Despierto no me puedo acordar de nada, sólo quizás del color de su pelo y de su piel. Pero en los sueños yo sé que la veo completa, se siente completa, nada fragmentaria.
Y así, en los sueños tenemos siete años, en realidad yo ocho y ella seis, y nos corremos por el salón, uno salta desde el escenario y el otro sigue. No hay perseguidos ni perseguidores, sólo una especie de elástico, y si yo me llegaba a quedar quieto, Raquel venía y me tiraba del pelo, y todo empezaba otra vez, el salón, la corrida, el salto del escenario.
Y a la noche nos escapabamos y nos tirabamos a dormir en el pasto frío de la noche. No me acuerdo de charlas, ni de haber visto ni el cielo ni las estrellas, sólo del pasto frío, de Raquel, de la noche. A veces pienso que no necesitabamos saber todo lo que sabemos ahora, que lo sabíamos sin saberlo.
La primera vez que escuché el nombre Raquel me pareció tan raro, un nombre tan imposible, que ahora que Raquel me parece un nombre común, tan posible, me pregunto si Raquel no se llamaba de otra manera, porque la sensación que en ese momento y que ahora me produce el nombre Raquel son tan incongruentes. Y no sé a donde se fue Raquel, no me acuerdo cuando dejó de estar. No me acuerdo cuando me volví a acordar de Raquel. Debe haber vuelto en la cara de alguien, en un gesto, en algún pasto frío, en algún color de pelo.
Hay noches que sueño con Raquel. Después me despierto.