Un cenicero y unos chicles de nicotina por favor.

Lo único que queda es un pucho en la mano. Ya no hay más ensayos de una banda que nunca tocaría un solo recital. Ya no quedan pausas de alfajores y puchos entre amigos. No hay sábados ni tardes de semana de guitarra, bajo y batería. Tampoco hay caminatas al cementerio. Y nunca más volvimos a tirar sillas, en parte porque la mayoría de las sillas ya están tiradas.

Y ya todos dejaron de fumar.

Me miro la mano, el pucho a medio fumar, siento el gusto en la boca y pienso en lo que queda. Un gusto amargo en la boca (que por costumbre se vuelve agradable), y un mal hábito. Un pucho en la mano es todo lo que me queda.